Indicios ficcionales para un testimonio singular:

Shoah o la búsqueda de un relato histórico indecible

F. Andacht (fandacht@uottawa.ca)

 

Resumen:

 

En base al análisis semiótico de un episodio del documental Shoah (Lanzmann, 1985), el presente texto se plantea un problema derivado de la acción indicial de los signos. ¿Cuál es el estatuto de un discurso fílmico que, a través de la búsqueda de testimonios de sobrevivientes, intenta realizar una reconstrucción minuciosa del tiempo del horror inimaginable, pero que apela a indicios escenificados, ficcionales? Esto es precisamente lo que ocurre en uno de los momentos más evocados y removedores en las más de nueve horas del documental Shoah. El objetivo de este trabajo es reflexionar de modo sistemático sobre la naturaleza semiótica de un género fílmico de vocación histórica pero que difiere notoriamente  del dicho discurso histórico tradicional. Las porción estudiada de Shoah se define por una tensión constitutiva entre lo auténtico y lo escenificado, entre lo real-indicial y lo reconstruido icónico, cuya finalidad es producir una serie de signos simbólicos que pretenden arrancar del silencio y del olvido un acontecimiento que se resiste a la significación por diversos motivos. Propongo la categoría de ‘mímesis indicial’ como el subgénero de esta clase de film, y la noción del ‘re-aparecido’ para analizar la figura del testigo que cumple un rol decisivo en esta representación del holocausto judío.

 

I. El problema de lo indicial en un documental basado en testimonios

 

Pocas obras dedicadas a reflexionar y a contribuir a la comprensión de la masacre nazi de los judíos en el siglo 20 han despertado un interés intelectual y emocional no exento de polémica comparable al caso del film de C. Lanzmann.[1] El hebreo, el yiddish, el alemán, el inglés y el polaco son algunas de las varias barreras a sortear en la demorada contemplación – más de nueve horas (613’) – de aquello que difícilmente soporta el encuadre típico del arte audiovisual. Único en varios sentidos, este documental contrasta con obras clásicas como Noche y Bruma (Resnais, 1955), cuya mirada  minuciosa del horror consiste en hacer hablar a los vestigios, a las fotos de despojos materiales, humanos, en síntesis, que nos plantea una arqueología moderna de aquel tiempo de masacre. Shoah se distingue por habitar con fuerza el presente, por recrear con los propios cuerpos que de modo improbable llegaron vivos hasta esa filmación para contar(nos) ese relato, aunque ellos no lo supieran, ni siquiera estén convencidos de querer hacerlo o de poder revisitar con precisión confiable e historiográfica tanto dolor,[2] de apagar un silencio tan opresor como el que rodeaba los campos de exterminio, para dar a ver lo que fue celosamente invisibilizado. De la total extensión del film, voy a detenerme especialmente en un episodio de menos de quince minutos que considero extraordinario dentro de una obra que por muchos motivos ya lo es. Me refiero al episodio protagonizado por Abraham Bomba, el peluquero de Treblinka a cargo de cortar el cabello de quienes serían de inmediato eliminados en la cámara de gas. Al golpe que recibí viendo por primera vez, mirada ingenua por mi falta de lectura o preparación con respecto al film, se sumó otro golpe, mezcla de saber y emoción, años más tarde, cuando leí cómo había sido filmada esa entrevista. Hablar de golpe, creo, es apropiado en un film cuya palabra-testimonio adviene como un golpe macizo destinado a quebrar el olvido, el silencio, la ficción de que eso – la matanza minuciosa de una colectividad – nunca existió. Esto me conduce al núcleo teórico y analítico de mi trabajo, y a su ubicación táctica en una sesión dedicada a reflexionar sobre “La construcción semiótica de la historia”.[3]

Pienso que vale la pena detenerse sobre todo en el manejo de los índices que hace este film, es decir, de los signos considerados como evidencias materiales de otra cosa, que es el  componente predominante del género documental, y de este caso concreto. Claro que es imposible ignorar la función estratégica e inesperada del signo icónico o analogía visual en éste y en otros filmes del género,  y por tratarse de muchas horas de testimonios, tampoco se puede minimizar el aporte del discurso oral guiado por el narrador/entrevistador Lanzmann, es decir, el lugar de lo simbólico en esta obra audiovisual. Así el análisis propuesto incluye la observación del funcionamiento combinado de tres tipos de significación en Shoah, la icónica, la indicial y la simbólica. No obstante, pretendo que las conclusiones del presente estudio contribuyan al campo que Magariños de Morentin (2008) describe como “una Semiótica Indicial, o sea, de aquella semiótica en la cual los signos de la Semiosis Sustituyente son comportamientos u objetos en su calidad de existentes o los contenidos de la memoria.”

De la semiótica triádica elaborada por C.S. Peirce (1839-1914), para comprender lo indicial me remito a una noción algo oscura, que proviene de una escuela de pensamiento medieval con frecuencia mirada con desdén, como si fuera un episodio superado en la acumulación del saber occidental, me refiero a la haecceidad – lo que es aquí y ahora. Dicho concepto Peirce lo extrae de la filosofía escolástica de Duns Scotus, y le sirve de sustento para su definición madura del signo indicial.[4] Este temprano análisis medieval de lo real en su modalidad más tangible, la del aquí y ahora distintivo del acontecimiento singular o individual en su carácter irrepetible sirve para comprender qué es lo que nos propone este polémico documental sobre la destrucción genocida nazi. Dicha modalidad de lo real debe distinguirse de las otras dos, la de lo posible/icónico y la de lo general/simbólico, que conforman el modelo triádico del sentido, y que también forman parte de esa obra, pero sin ser definitorias de su poética.

Propongo considerar el dispositivo fílmico creado por Lanzmann como una exhaustiva aplicación del principio de individuación o haecceidad que singulariza lo existente en tanto eso que del mundo ofrece resistencia en nuestra experiencia de éste. La mayor virtud y la más evidente debilidad de Shoah se encuentran en esta opción casi religiosa por atender lo concreto (LaCapra 1998), por el aquí y ahora del testimonio y de la presencia del testigo. Hay de modo evidente un afán obsesivo por el detalle minucioso que motiva la reiterada pregunta sobre el cómo de ese magno crimen, en lugar del por qué; esta última es una interrogante que cumple una función generalizadora y explicativa en el discurso histórico. Ese desdén explícito de Lanzmann por la comprensión de lo general, de las tendencias y motivos que vienen de muy lejos, tiene que ver con el uso que estudiaré con cierto detalle de una escenografía que mimetiza un momento indicial pasado en el presente como una forma de extraer del olvido y del dolor individual la evidencia histórica, la prueba contundente del exterminio tal como ella se imprimió a fuego en el cuerpo de Abraham Bomba y de los demás re-aparecidos que son convocados en Shoah. ¿Queda ileso el estatuto de la evidencia cuando ésta sufre un proceso mimético o icónico como el que vemos en una puesta en escena que no es anunciada como tal en el documental?

 

En resumen, los objetivos del presente trabajo son:

  1. Considerar desde la semiótica triádica el film documental Shoah (Lanzmann 1985) en tanto representación de la realidad histórica con predominio de lo indicial.
  2. Postular un subgénero, la mímesis indicial, que distingue este tipo de obra audiovisual de otras por el uso de una escenografía que sirve para propiciar el surgir de la evidencia.
  3. Ilustrar el funcionamiento de la significación indicial en conjunción con la icónica, en los hechos representados y escenificados en el film Shoah.

 

II. El arte de representar los re-aparecidos con la fuerza del aquí y ahora  

Contra la maniobra de 1941que los jerarcas nazis denominaron Nacht und Nebel, noche y neblina, cuyo fin era hacer desaparecer a todo opositor del régimen dictatorial alemán, se yergue la contra-estrategia fílmica de hacer re-aparecer a quienes estaban destinados a sucumbir en ese ocultamiento o desaparición forzada planeada por Himmler para ser ejecutada por la Gestapo. En la desmesura de casi diez horas de Shoah parece haber un intento desde el arte documental por combatir de modo épico y original ese abominable y monstruoso esfuerzo de ingeniería política por borrar todo rastro de las vidas eliminadas en los campos de concentración. Mi tesis consiste en hacer notar la importancia que tiene para esta poética visual del testimonio el vestigio precioso y único. Por ejemplo, la voz cantante de quien no murió como pretendía ese operativo gigantesco.  Esto ocurre en el sentido más literal  al inicio de Shoah, cuando oímos al sobreviviente Simon Srebnik, mientras entona aquellas mismas melodías que él debía cantar para los guardias nazis, sobre ese mismo río Narew en la actual Polonia. Los documentos de este documental están encarnados, ellos hacen acto de presencia en la mirada y en la palabra que ellos dirigen al director, a quien a veces entre-vemos durante esos encuentros. Los sobrevivientes tienen como función primordial poner en escena con sus expresiones, gestos, silencios, corporalidad innegable e insistente  una experiencia a la que parecen no adecuarse tan fácilmente las palabras, esos signos convencionales tan aptos para narrar lo cotidiano, incluso lo heroico y lo místico, pero que parecen desfallecer cuando el horror es de tal magnitud.

El protagonista absoluto de Shoah es la irrupción de aquel tiempo en el aquí y ahora de la filmación y, por arte del cine, en el de la visión y en el de la escucha del público. Por ese motivo, voy ahora a detenerme en el componente específico de la teoría semiótica que explica o analiza una de las tres dimensiones postuladas para la realidad: la del hecho, que resiste nuestra distracción o indiferencia con su ciega insistencia, como una piedra en el camino que podemos no notar, pero cuyo impacto en nuestro cuerpo, puede hacernos caer por su obstinada resistencia. Así operan estas vivencias traídas hasta el encuadre fílmico por esos cuerpos dolidos, incrédulos a veces de estar pisando ese mismo suelo, tan siniestro en el ayer y apacible y bucólico en el hoy amnésico. Ese es precisamente el comentario que hace Simón Srebnik, mientras recorre el espacio físico donde una vez estuviera el campo de exterminio de Chelmno, en la actual Polonia. Como él repite atónito más para sí mismo que para su interlocutor Lanzmann, nadie lo podría creer, ni él, mientras pasea la vista por el verde follaje. Quizás tampoco pueda creer que su cuerpo una vez habría de volver a esa tierra maldita, embebida de tanta muerte, de la que huyó hace una vida. Contra esa clase de incredulidad desfilan esas masivas resistencias que son los cuerpos de esas víctimas imperfectas (Sarlo 2007) que por una conjunción extraordinaria de hechos llegaron a nuestro presente. Más que evocar el pasado, de lo que se encarga el género de las memorias o biografías, este documental pretende convocar a estos sobrevivientes en su condición de duros obstáculos contra el olvido, el escepticismo y la incredulidad de la que nos habla Simón Srebnik.

El hecho, que está en la base de lo indicial tiene un duro deseo de durar, de interponerse, pues éste  consiste en la colisión brutal de al menos dos elementos; el hecho en si mismo nada explica o justifica, sólo se está ahí, impasible pero imposible de ignorar, como un antídoto contra la indiferencia del puro transcurrir del tiempo, que todo lo pule y desgasta. Para alcanzar la comprensión, hace falta además la labor del símbolo, de esa especie de lanzadera que a través de la generalidad incluye el hecho dentro de alguna trama de causalidad, de explicación más o menos satisfactoria, que captamos gracias a una imagen mental, el ícono. Peirce (CP 1.284) [5]propone un análisis categorial de la realidad en tanto fenómeno, en todo lo que se nos aparece en cada momento, que tendría tres y sólo tres propiedades. En orden de simpleza, ellas son: la Primeridad, que corresponde a lo cualitativo absoluto como expresión posible, por ejemplo, un tono cromático separado de toda manifestación concreta; la Segundidad, que supone lo fáctico que se manifiesta en la coexistencia física de dos elementos, como una huella en el suelo es el fruto del esfuerzo y la resistencia; la Terceridad, que incluye lo general, así un concepto. Sobre la no pureza de las categorías en la accionar de los signos en el mundo, cabe evocar la oportuna advertencia de Magariños de Morentin (2008):

no es suficiente con decir que una Semiótica Indicial trata acerca, por ejemplo, de objetos o de comportamientos, ya que unos y otros tienen (importantes) aspectos icónicos y simbólicos, al margen de su predominante (en nuestra cultura) presencia existencial. En todos los signos predomina un aspecto, que hará que se los considere iconos, índices o símbolos, según circunstancias y/o condicionamientos socio-históricos, pero que no excluye los otros aspectos semióticos…

 

El predominio de estas categorías coincide con tres tipos de signo: ícono, índice y símbolo. El ícono tiene como finalidad el presentar o exhibir algo.  La función del índice es otra;  es el ingrediente  tangible en la experiencia, de aquello que por su mera y singular ocurrencia ocupa un momento y un espacio determinados que luego será descrito, nombrado, elogiado o abominado. Ese último cometido es el del símbolo, el cual pertenece a la categoría de la Terceridad: son tres los elementos necesarios para conformar una relación productora de sentido: algo que es representado en tanto concepto (general), el Holocausto judío, de algún modo posible, el film Shoah, y para un fin determinado, reconstruir minuciosamente la experiencia  de ese episodio histórico desde la vivencia personal y en apariencia intransferible.

Así, el documental parece aspirar a lo imposible: convertir un relato casi indecible en un acto indicial casi tangible. El film lo intenta  mediante la representación de la singularidad humana, del cuerpo presente de quienes sustrajeron su vida al destino funesto de tantos otros. En vez de ofrecernos la visión apocalíptica de la ruina humana, el material de los despojos ingentes de la barbarie nazi, como lo hacen muchos otros respetables films documentales, la ambición estética y ética de Shoah es sumergirnos con determinación en la faz diaria, detallada y personal de esa sobrevida improbable. La primacía de la Segundidad es lo que le da el rasgo distintivo a Shoah, y por eso cabe detenerse ahora en ese antecedente intelectual medieval del análisis semiótico y fenomenológico de lo más concreto e irrepetible de la realidad: nuestra singular existencia.  Me refiero a la noción de haecceidad, que se halla en la base de la Segundidad y del signo indicial.

 

II.a En el corazón material del presente

Un especialista en semiótica ofrece la siguiente elucidación sobre la relevancia de la noción medieval de haecceidad, entendida como la fuerza concreta del aquí y ahora, como ese aspecto de la realidad que excede lo racional pero que es presupuesto por éste:

Haecceidad, esteidad (thisness), ‘aquí y ahoridad’ (here and nowness), ‘hic et nunc’, es eso que está presente en la Segundidad, pero no debe pensarse como siendo algo que define la Segundidad. Es importante notar que la haecceidad es el aspecto material de la Segundidad. (…) la haecceidad (debe concebirse) como ‘ultima ratio’ y ‘hecho brutal que no será cuestionado’. Ella no es una concepción o cualidad, sino que es irracional. (Di Leo, 1991: 93)

 

Creo que no hay mejor manera de describir el recurso del cuerpo-que-habla, el principal elemento de la poética fílmica de Shoah, que la siguiente cita de Peirce sobre la haecceidad, en la que el lógico da cuenta de esa experiencia diádica que sólo puede conocerse en el propio cuerpo, pues resiste todo análisis, y sólo admite el ser vivida o sufrida de modo intransferible:

Aquellos que experimentan sus efectos la perciben y conocen en esa acción; y es justamente eso lo que constituye su propio ser. No es en el percibir sus cualidades que la conocen, sino en sopesar su insistencia ahí y entonces, lo que Duns llama su haecceidad. (CP 6.318).

 

Claro que los testigos que oímos y vemos en el documental hablan, razonan, e inclusive explican lo terrible ocurrido, a pesar de la tozudez con que el director les pide que se limiten a detallar y evocar en su relato lo más concreto de su diario sufrir en el universo concentracionario. Sin embargo, ese fluir verbal, que es a veces inaudito por su fácil producción, vale primordialmente por la insistente presencia de lo corporal ahí en la pantalla y del otro lado de ella, en el cuerpo-espectador. Ellos no han sido llamados a testimoniar a causa de la riqueza narrativa o expresiva que poseen, sino por ese cuerpo desde el cual hablan, ese que ha “sopesado la insistencia” o haecceidad del horror antiguo, pero cuyas consecuencias persisten cruelmente como el número que fuera tatuado en su brazo. Lo que nos toca a los espectadores es lo que perdura en esos cuerpos como peso del tiempo que sólo se conoce al sentirlo en carne viva.

Shoah no se dedica a contemplar, a estetizar, a reflexionar sobre el sentido genérico del exterminio nazi, sino a tropezarse voluntaria y físicamente con esa existencia en su ininteligible irracionalidad. Eso explica la ausencia llamativa de la pregunta por qué, según la objeción crítica de LaCapra (1998), una interrogante que debería complementar la (sobre)abundancia de la pregunta sobre cómo (exactamente ocurrió…), a lo largo de todo el film. La propuesta de Lanzmann es lanzarnos en pleno rostro esos individuos en su máxima singularidad, hacernos vivir o revivir, fantasmática y existencialmente ese choque con la alteridad de estas “víctimas imperfectas” (Sarlo, 2007) de aquel plan maléfico. Y curiosamente esa experiencia brutal ocurre de modo más nítido o fuerte cuando ella viene engarzada y enmarcada en íconos, en eso que he llamado la mímesis indicial de este film. En un caso, dicha estrategia es explícita y casi transparente. Digo “casi” porque por tratarse del inicio del documental, el espectador no llega a comprender cabalmente todo lo que va a ver. Antes de la imagen, es cierto, hay un aporte simbólico: se desenrolla un texto como una curiosa versión secular de la Torá, que explica que estamos en Chelmno, cerca del río Narew, en la actual Polonia, y se nos da detalles sobre la masacre de 400.000 judíos que allí ocurrió, mediante el uso de gas. Durante 3’ se desenrolla ese “pergamino” que nos narra la terrible historia de muerte y milagrosa sobrevida de uno de los dos prisioneros que no perecieron como ‘debían’ en ese campo. Cuenta también ese texto sobre el encuentro de Lanzmann con Simon Srebnik en Israel, adonde el joven emigró luego de la guerra. Es cierto entonces que se nos prepara, que se nos da una guía verbal de lo siniestro de aquel hecho remoto, pero esa guía no parece suficiente para entender la visión algo extraña con que da inicio esta epopeya testimonial que es Shoah.

El primer episodio del film nos llega simultáneamente como simbólico, lo escrito, como indicial el cuerpo traído de nuevo a aquel paraje, pero especialmente bajo forma icónica. Es la visión bucólica del apacible deslizarse de la barca con aquel hombre que canta a bordo. Los vestigios fácticos pero apenas visibles del campo de exterminio de Chelmno en el fondo aparecen disimulados por una vegetación empeñada en afirmarse contra tanta muerte, suavizados por la melodiosa voz de ese ya no niño que sigue entonando las agradables melodías en ese río pero en circunstancias tan diferentes. Se trata de la primera expresión formal explícita de lo que denomino ‘mimesis indicial’ en Shoah: la estrategia retórica de reunir el deseo arqueológico de mostrar las huellas que pervivieron en ese sitio, junto con algunas de las cualidades que permiten poner en escena en el hoy calmo hasta lo absurdo aquel ayer atroz. Habría una gratuidad aparente en ese esfuerzo escénico montado por Lanzmann, que hace pasear al que fuera trabajador  esclavo mientras entona las melodías que conseguían prolongar un poco sus días condenados en ese campo hace más de cuarenta años. Incluso podría surgir la sospecha de cierto sensacionalismo ante ese gesto mimético, que no se limita a la pudorosa exhibición de la huella muda de ese lugar y la verbal de ese sobreviviente como testigos.

No es ese el efecto de esa imagen, sin embargo. Se trata de la haecceidad, de la fuerza del presente, la que acarrea ese cuerpo-que-canta en toda su contundencia, para que gracias a la puesta en escena icónica (la barca, la canción, la auto-escenificación de Srebnik actuando como lo hacía de niño en aquel lugar hoy casi desaparecido o mejor dicho sepultado por el olvido).  Todo ocurre en el lugar mismo de los hechos criminales. De ese modo, pueden llegar a nuestra mirada interior, a nuestra comprensión, pero más aún a una casi-tangibilidad corporal otros hechos terribles y hoy ausentados de allí, recubiertos misericordiosamene por la frondosa vegetación y por la colectiva indiferencia, como antes ya habían sido encubiertos de ojos indiscretos por la diligente administración nazi, cuando ese campo estaba en pleno y mortífero funcionamiento.

Cuando leemos en el rollo de fondo negro: “Yo lo encontré en Israel, y convencí al que una vez fuera  niño cantor de  que regresara conmigo a Chelmno. El tenía en aquel entonces  47 años,” tenemos sí una pista, un pequeño anticipo que,  de todos modos, no es suficiente para asimilar el golpe de este primer re-aparecido en la pantalla. Esa clase de manifestación de la Segundidad, de lo indicial en tanto presencia insistente, y no sólo vehículo de palabras, es la categoría óntica y epistemológica con la que pretendo describir la retórica de este film sobre la desaparición masiva de una buena parte de la población judía en Europa, en la primera mitad del siglo 20. Todo el film Shoah funciona como una obstinada resistencia a la tentación abstracta del concepto en su poderosa pero impersonal generalidad, y también una resistencia a cualquier elaborada recreación narrativa propia de la ficción histórica. La apuesta aquí es a la auto-escenificación, al acto de la pura y poderosa presencia en el aquí y ahora como un antídoto de cualquier forma de reduccionismo o simplificación  de aquella catástrofe del siglo 20.

Nada puede igualar la visión bucólica y a la vez terrible de ese inicio, pues sabemos qué es lo que está siendo reiterado y escenificado de ese modo tan leve y poético. Lo visto podría ser un documental turístico sobre un bello paraje de la Europa del Este, que incluye el detalle de alguna costumbre local, la canción entonada por ese hombre maduro, de pelo blanco, que se pasea sentado en la proa del bote, sobre las aguas calmas del Narew, en un día soleado, con una espesa vegetación primaveral como agradable fondo. Luego de  un par de minutos melódicos, se entrometen las voces de los testimonios de moradores polacos que recuerdan la presencia del muy joven cantor allí, en el pasado. Sólo entonces llega un plano medio que nos permite ver de cerca al sobreviviente mientras él canta en polaco una de aquellas melodías salvadoras. Hay aquí una doble o triple evidencia. Primero, la evidencia directa de que él estuvo allí, donde varias décadas más tarde, él le indica a Lanzmann el lugar donde había crematorios de altísimas chimeneas: “es difícil de reconocer, pero fue aquí”. Nos llega en seguida, con todo el impacto bruto, ciego de la haecceidad, la siguiente frase en alemán: “quemaban mucha gente ahí”.

Segunda evidencia es la que trae su voz, aún bien entonada en el presente, y que sirve para corroborar su relato de por qué su muerte fue diferida, y por qué motivo él consiguió durar más que las demás víctimas. En tercer lugar, nos llega la evidencia indirecta, la prueba de los testigos oculares de aquel pueblo polaco que aún recuerdan a ese hombre, cuando él era el niño cantor para amenizar el tiempo de los guardias nazis de Chelmno.

Como si fuera una jugada irónica de la historia, el contracampo muestra, casi diría reacciona con más paisaje bucólico, más verdor y la calma plena, apenas quebrada por el ruido de los insectos. Se entrevé vestigios de la base de una edificación hoy demolida, que con su casi no presencia consigue burlarse del ahora re-aparecido. Luego de su testimonio en el (ex)lugar de los hechos, Srebnik reflexiona y gesticula: “Eso uno no lo puede relatar (Das kann man nicht erzählen!”). Ese es justamente el núcleo duro del film: más que un relato, antes que una serie ordenada de símbolos, que por supuesto también es, Shoah es la filmación de estos re-aparecidos, que sentimos tienen todo el peso de su re-presentación, de su inaudita irrupción en el aquí y ahora, para hacernos vivir, y a ellos re-vivir, el ahí entonces de la muerte tan cercana y milagrosamente evitada. “Nadie puede reconstruir lo que aquí pasó.” y luego de mirar en derredor una vez más agrega: “Yo no puedo creer que estoy aquí. Eso no lo puedo creer”. Sin darse cuenta, Simon Srebnik acaba de describir de modo sucinto y claro el desafío que se puso a sí mismo el director Lanzmann: en vez de explorar la vía icónica de lo visual, o primordialmente la vía simbólica de la palabra, restaba indagar fílmicamente el régimen semiótico de la haecceidad. El cometido del film es propiciar las circunstancias para que alguien como Srebnik pueda enunciar ese simple deítico, “aquí”, en el ahora de la cámara que lo sigue en un travelling, junto al director, que guarda un respetuoso silencioso apenas roto una vez, como si él temiese perturbar ese asombro puntuado por exclamaciones de un cuerpo conmovido. Srebnik va tocando los lugares con su mirada, él reacciona como si fuera a la vez un extraño y un viejo conocido de esa guarida hoy desmantelada de la muerte. Por eso la perplejidad en sus ojos, por eso no es el valor primordial el simbólico, el de sus palabras, sino el hecho de que las exhale así, ahí y ahora, como la reacción atónita frente a un paraje y a unos actos que desafían toda comprensión, pero que se ofrecen en toda su contundencia a su mirada, que viaja entre el ayer y el hoy.

El film elige instalarse de modo inequívoco en el ámbito de la Segundidad, según el cual “La esencia de la existencia real es la reacción, (ella) le confiere existencia real a las sustancias” (Peirce, Ms 942: 28).  La trama de Shoah se crispa con esa serie de golpes que van cayendo durante más de nueve horas, y que son los re-aparecidos, los que hacen acto de presencia. Cada golpe indicial señala la imposibilidad o no la deseabilidad de recrear icónica, imaginativamente, documentariamente, en el sentido archivístico de Nuit et Brouillard, aquel acontecimiento. En lugar de eso, asistimos a una manifestación de lo indicial en su pura materialidad, se busca representar la haecceidad del crimen, su ciega insistencia:

Duns Scotus lo dijo [que eso que todas las cosas poseen que las vuelve individuales] es un elemento peculiar, una ciega insistencia mediante la cual la naturaleza empuja hasta encontrar su lugar en el mundo. Eso es haecceidad (hecceity). Es casi lo mismo que Segundidad. (Peirce Ms. 100.02 – citado por DiLeo, 1991, p. 91).

Continua Srebnik su monólogo a cielo abierto: “Imposible! Nadie puede entenderlo! Ni yo, aquí y ahora puedo entenderlo”. Todo gira en torno a la reacción de esa aparición en el aquí y ahora del film.  Lanzmann camina en silencio al lado de su primer testigo, como para ratificar que el entendimiento debe quedar subordinado, al menos por unos instantes,  al peso ciego de la sola evidencia material, de ese individuo que re-aparece allí, en ese lugar del mundo, en ese momento. Como un visitante inoportuno pero imposible de ignorar, quien debiera como niño cantar para diferir su muerte un poco retorna al lugar de los hechos, él mismo convertido por la representación fílmica en el hecho que faltaba para completar aquella escena. Por eso creo que el lema del re-aparecido que es el de Shoah está en la frase con que cierra su testimonio corporal Srebnik, la que alude a su incredulidad de “estar aquí. Eso no lo puedo creer.” Esa es la tensión insoportable entre el régimen de la creencia, de la inevitable generalidad de la proposición que el sobreviviente Srebnik enuncia, explica, argumenta, por un lado, y el impacto sordo y doloroso de lo que se nos muestra como vestigio pobre del genocidio inmenso.

Desde la perspectiva de un historiador hay algo muy inquietante en esa ruidosa ausencia de documentación, de un riguroso contraste entre diversas clases de evidencias, que constituye el principio organizador de Shoah:

Su intento contiene un elemento de locura: haber hecho una obra de historia en una coyuntura en la cual sólo la memoria, una memoria del presente, es llamada para dar testimonio.  Vidal-Naquet (1995, cit. por LaCapra 1998:99)

 

Creo que más que agregar información vital al tema del holocausto, algo que sin duda en cierta medida consigue, el proyecto de este documental implica amparar estos indicios vivientes que son los re-aparecidos, esos seres que pudieron traer su cuerpo hasta la escena documental, como la prueba única y fundamental de lo sufrido, sabido en su cuerpo, podría decirse, su conocimiento carnal. La fragilidad de la memoria individual, así como la de sus cuerpos no está disimulada, sino que Shoah la presenta  con parco orgullo: esto es lo único que quedó de aquella ruina, parece decirnos a modo de introducción de cada una de las voces que viene y enuncia su fragmento de historia personal, sin que se la refuerce o contraponga en pantalla con otros datos más duros, como fotografías, objetos personales, certificados autentificados, el análisis de historiadores, etc.

 

III. En cierta peluquería de origen incierto discurre con vigor un locuaz fígaro: un discreto

      auspicio icónico

 

En los primeros 6’ del testimonio de Abraham Bomba en Shoah, sentimos cierta perplejidad frente a este molino de palabras, ante el irrefrenable fluir de una descripción minuciosa de la miseria cotidiana de su entorno concentracionario en Treblinka. Como un vigoroso y locuaz fígaro, este insólito guía del Lager infernal nos hace recorrer con levedad adusta, mientras no cesa de cortar el cabello, las rutinas de su extraordinaria labor esclava. Este tour por el campo de exterminio incluye una demostración gestual precisa y didáctica de cuánto cabello él debía cortar y de qué manera, ya que no debía rapar a esas personas, porque los recién transportados al campo debían sentir y creer que les estaban simplemente cortando el cabello,  acicalándolas y preparándolas – eran mayormente mujeres – para lo que sería su estadía en aquel lugar, y no para su fin inminente. Esa es una de las tragedias que lleva sobre sus hombros Bomba: el haber sido parte de aquel escenario de muerte camuflada en espacio cosmético,  como esa otra peluquería del presente alquilada y ajena, donde él nunca trabajó, y sobre la cual luego, fuera del film, habremos de saber más.

No hay esta vez en el documental ninguna didascalia con aspecto de Torá, ni tampoco una voz en off que nos advierta o instruya sobre la presencia de una escenografía especialmente armada para la filmación en el lugar que creemos es el de los propios hechos (laborales) del presente cotidiano de Abraham Bomba. Para describir este dispositivo semiótico que pretende imitar o mimetizar unos hechos que fueron reales en otro momento y lugar – el trabajo real de Bomba durante toda su vida, que persistió muchos años, después de la guerra – voy a usar la noción de ‘mímesis indicial’. Se trata de una tentativa de auspiciar icónicamente, es decir, mediante el empleo de elementos visuales, a través de signos icónicos/imágenes del mobiliario y de cada persona presente en esa peluquería, la evocación vivencial del pasado, la acogida de los índices para el cual todo este film fue realizado. Estamos ante un caso complejo, un híbrido de haecceidad – el cuerpo, la palabra, los gestos y las marcas de la memoria inseparables de la persona de Abraham Bomba – y de ficción. Se ha engarzado a ese ser real, irreemplazable como toda persona histórica, en un espacio icónico irreal, no muy diferente del set de filmación de una ficción. También ha sido escenificada, aunque de modo explícito, la escena musical y bucólica en la que vemos surcar suavemente sobre el río Narew al re-aparecido Srebnik. Se trata de dos formas diferentes de la estrategia retórica de mímesis indicial.

 

IIIa. Sobre el funcionamiento de la mímesis indicial

 

Voy a considerar el efecto que tiene la curiosa opción narrativa en Shoah: el albergar la haecceidad, el hecho histórico duro como la piedra, en un insustancial ámbito mimético, es decir, hacer una puesta en escena característica de la ficción para que surja lo real en toda su materialidad documentable. En una peluquería real pero de utilería, un rincón de la misma es usado para armar un escenario fílmico, que en virtud de dicho acto estético habrá de albergar una serie de indicios aparentes (la túnica, las tijeras, el sillón y hasta el propio cliente a quien Abraham Bomba atiende con solicitud real, pero que no es sino un extra en el film, alguien que ni siquiera comprende la lengua en la que hablan el sobreviviente y el director). Todos esos objetos enumerados son reales, tangibles, usables para ejercer el arte peluquero, pero también sirven para indicar algo que no es cierto, que sólo lo parece, lo mimetiza: que quien así aparece instalado y actuando no es, nunca fue ni será peluquero allí. Así se propicia el surgimiento de un testimonio fáctico, auténtico, tan duro como la muerte, o como la sobrevida. Es por esa mímesis indicial que se habrá de llegar en ese episodio del torrente verbal al silencio más denso, uno que testimonia el dolor máximo en el aquí y ahora fílmico, la aparición de indicios genuinos de un acontecimiento remoto.

No sólo no hay ninguna glosa antes, durante o después de la entrevista de Abraham Bomba que nos advierta, que nos diga algo así como “¡que la inocencia le valga, espectador!”, o “esto que Ud. ha visto, estimado público, fue una recreación, una puesta en escena, una licencia poética o narrativa”, dentro de un film donde apenas hay ese otro caso, explícito y ya referido del inicio protagonizado por S. Srebnik. Por el contrario, contemplamos con plena confianza a Bomba instalado y actuando con total naturalidad mientras él ejerce con energía el mismo oficio que ejerció durante toda su vida civil.[6] Primero, eso ocurrió en su existencia normal, en la ciudad de Czestochowa, al sur de Polonia. Luego, durante su trabajo forzado en Treblinka, en su tarea esclava como miembro de una brigada especial nazi (Sonderkommando) de peluqueros. A ellos se los forzaba a realizar su oficio con el arribo incesante de muchísimas prisioneras judías que llegaban allí en los trenes de carga. No era raro descubrir a  antiguas vecinas y conocidas del pequeño pueblo, en ese mar de cuerpos aterrorizados que debían atender a altísima velocidad, por motivos de eficiencia obligada. Todas entraban a la barraca desprovistas de ropa y de la más mínima orientación, ya condenadas a su casi inmediata aunque aún ignorada muerte por gas venenoso. Por fin, ya emigrado en Estados Unidos, y hasta su jubilación, Bomba trabajó en una peluquería subterránea de la Gran Estación Central de Nueva York, con clientes comunes, vestidos, vivos. 

 

III.b ¿Se puede propiciar la verdad en un ámbito indicial-ficcional?

 

En vez de la nota explicativa ausente que nos informe que el sobreviviente de Treblinka se estaba actuando, recreando a sí mismo en otros tiempos, en otro país, pues se nos dice que la peluquería que vemos está ubicada en Israel, hay un trabajo de cámara que refuerza el efecto indicial típico de localización, ese que busca afirmar la referencia al lugar de trabajo en el aquí y ahora. Para tal fin hay cortes de cámara frecuentes hacia la tarea de los otros, de los auténticos peluqueros de ese lugar, a quienes vemos atareados con sus muy reales clientes. Estos, según supe después, sólo hablaban hebreo o árabe. La consiguiente situación de ininteligibilidad crea una suerte de “ghetto  lingüístico” instalado en el centro de aquella peluquería, según comenta el propio Lanzmann, en un seminario de Yale (Lanzmann et al., 1991), cuya publicación me permitió conocer estos bastidores de la producción. Con esta táctica ficcionalizadora, ¿cabe hablar en este caso de un testimonio válido?

Tanto aquí como en el inicio, cuando vemos la recreación estética de la presencia de Simon Srebnik en Chelmno, hay una irrupción de huellas mnemónicas y vivenciales verdaderas en el seno de un diseño icónico, simulador de un cotidiano que ya no lo es más. Es ese diseño el que le permite a Bomba reinstalarse en un momento de difícil acceso vivencial, y asumir plenamente su rol de re-aparecido. Se sortea así el riesgo de que él se ausente de sí mismo (“el sentimiento desaparecía, uno estaba muerto. No tenía ningún sentimiento en absoluto”), y se propicia que él ocupe su propio lugar de una “víctima imperfecta” (Sarlo 2007) en lucha con un relato indecible. También nos habilita a nosotros, su público, a trabar una relación perceptiva de casi-tangibilidad con él, algo que no podríamos hacer si Bomba se hubiese limitado a conversar mano a mano con Lanzmann, como ocurre en una entrevista tradicional.

Sostengo que no es a pesar sino a causa de ese curioso encuadre mimético, fabricado para el surgimiento de los índices delatores, que la verdad acude a la cita. Son los índices inseparables  del cuerpo de quien da testimonio, su estremecido silencio más que su copioso relato los que nos permiten  volvernos testigos de segundo orden, los que nos habilitan a dar testimonio de ese testimonio filmado. Ese es precisamente el fin estético y ético principal de Shoah.

¿Cómo entender esa mirada tan peculiar de su director, su opción devota por el hecho testimonial junto a su renuncia tenaz al archivo verbal o fotográfico?[7] Discutible incluso intrigante, esa inseparabilidad de obra y realizador no impide sino que propicia el mirar hacia fuera, hacia esa realidad externa a Lanzmann y a sus testigos que es justamente la Shoah. Una postura escéptica y radical nos propone que todo film sin importar su género debe ser considerado como un film de ficción (Metz citado por Carroll 2006: 156), pero esta posición amenaza con negar todo conocimiento posible a través de ese medio. Desde la semiótica aceptamos que cualquier vínculo con el mundo sólo puede ser representacional según tres modalidades: cualitativa o icónica, factual o indicial y general o simbólica. Además del polémico Shoah y sus más de nueve horas de duración (613’), hay revelaciones sobre la Shoah, que duró mucho más que eso, con un sufrimiento inconmensurable con el dolor psíquico o emocional que provoca el ver este documental y el malestar sufrido por algunos de los entrevistados, como el propio Bomba, cuando los indicios surgen como en una reacción química, y se multiplican hasta que su peso doblega ese cuerpo que rememora, por el costo físico que ese acto conlleva.

Por definición, todo símbolo proviene de un acto voluntario y en buena medida convencional, digo “buenos días” para saludar a alguien, sólo eso justifica la emisión de esos sonidos. Pero si de pronto me sonrojo, quedo lívido, o comienzo a transpirar, todas esas delaciones del cuerpo semiótico no pueden concebirse como voluntarias ni como fruto de la convención, sino que simplemente acontecen; es el cuerpo que habla, que nos dice, que revela aquello que nos gustaría a menudo ocultar.

Cuando pensamos en el estatus de testigo ocular y material de Bomba en el film, olvidamos que él ya era un temible testigo en aquel momento de los hechos horrorosos que relata. Su participación en la brigada especial nazi sólo garantizaba un poco más de vida, pero de modo alguno era un salvoconducto contra una segura muerte, como la que le dan sin éxito a Srebnik antes de la llegada de los aliados, en 1945: los disparos con los que sí matan al resto de ese grupo de tareas tiene el fin de eliminar testigos peligrosos. Sin la fuga de Bomba de Treblinka, él hubiera sido otro testigo menos. Pero no corrió tal suerte; él y los demás convocados en Shoah materializan esa fuerza ciega pero elocuente de la existencia, de la haecceidad, la presencia innegable que desplaza todo para llenar un lugar en el mundo. Esa es la fuerza de lo real en su absoluta singularidad.

No es éste pues el primer testimonio del ex peluquero de Treblinka, aquel otro estaba enmudecido por la máquina mortífera, por eso Lanzmann crea otro dispositivo, estético y complejo, para cancelar la noche y niebla con que se buscó suprimir ese acto performativo, la haecceidad del crimen inimaginable en la voz de quienes la vieron día tras día. Triple testigo entonces: el del primer acto testimonial y suprimido en el pasado, cuyas huellas se encargaron de borrar concienzudamente los verdugos; el segundo testimonio es el del re-aparecido que convoca Lanzmann en su film para hacer acto de presencia y reaccionar ante el propio recuerdo en el lugar mimetizado allí y entonces, revisitado desde el aquí y ahora – ambos elementos de haecceidad. El tercer testimonio es el del testigo entrevistador/inquisidor Lanzmann que hilvana estos presencias testimoniales con las cuales arma una poderosa trama de golpes contra el olvido.  Entiendo que el silencio cargado y oleaginoso como una bruma del espíritu que se abate sobre el testigo y su discurso hacia el fin de la entrevista, que lo aísla aún más en lo que sabremos luego, cuando ya es demasiado tarde, era una isla lingüística y mental dentro de una peluquería de utilería y de (gran)utilidad, es la irrupción de ese real que merodea el testimonio, pero que se mantiene lejos del mismo, que al principio se parece mucho al discurso armado con profesionalismo algo distante por un guía turístico, aún si el paraje descrito es siniestro.

En su fenomenología de la imagen fotográfica Barthes (1981: 48) denomina ‘punctum’ a aquel elemento que en aquella nos hiere o aguijonea sin haber sido dispuesto voluntariamente por el fotógrafo. Así el punctum viene a interrumpir el asunto explícito o tema oficial de la imagen, su ‘studium’. (1981: 49). Podríamos pensar que en su recuperación de la presencia testimonial en toda su materialidad, Shoah está sembrada de esos pinchazos o punctum que impiden que el documental se convierta en un tema interesante, aún si valioso, y que tenga el poder de aguijonear al espectador desde lo inesperado, desde esos detalles que de forma inadvertida se cuelan en la imagen, y que nos sacuden con la fuerza ciega de lo singular. 

Ese quiebre del apacible fluir verbal de lo horrible marca el punctum de la representación fílmica, que según mi análisis, aparece antes de que irrumpa el silencio duro de vencer de Abraham Bomba, cuando él menciona, como en un inocente e inútil aparte, mientras está hablando de un colega de la brigada de peluqueros en Treblinka, que “él era un buen peluquero” de su pueblo natal. ¿Qué importancia puede eso tener? ¿Qué diferencia implicaría el mayor o menor talento de un barbero condenado a ejercer una tarea macabra? Precisamente eso que parece superfluo, banal o inútil marca el emerger de lo indicial, es el hecho que como una persistente humedad busca la esquina por donde salir a la superficie y manifestarse plenamente. Será por esa mínima brecha que va aflorar la pura reacción, lo indicial que con mansa violencia derrumba el esfuerzo casi heroico de Abraham Bomba por limitarse a narrar los hechos acaecidos, a enumerar el inventario cuidadoso de lo ocurrido, sin que ninguna emoción asome por allí. Recordemos que se trata de la voz  de un “elegido” (“cuando yo fui elegido para trabajar ahí como peluquero”)[8] por el sistema de exterminio para ser un engranaje de esa máquina impersonal y genocida, como el personaje de Chaplin, en Tiempos Modernos, lo es de la producción industrial en línea.

Pensando en esa terrible ‘elección’ de la que es víctima Abraham Bomba en el campo de concentración, la de integrar la maquinaria de la muerte en su fase inicial, cosmética y absurda, cabe reflexionar sobre el hecho de su voz irremplazable, de ese privilegio de ser el único o uno de los poquísimos que pueden discurrir sobre el genocidio en la primera persona del singular.  Siguiendo el lúcido análisis que nos propone Sarlo (2007) de la experiencia narrada por Primo Levi  sobre su trabajo esclavo y su supervivencia improbable en Auschwitz, podría afirmar que el súbito derrumbe de la palabra y de la voluntad narrativa de A. Bomba es un índice de su “subjetividad herida”, de su testimonio fatalmente incompleto, imperfecto. Él habla, como precisa Sarlo (2007: 335), no como un representante de los miles que murieron allí, ni siquiera como portavoz de la solitaria figura de aquel talentoso fígaro, su amigo de Czestochowa, que pereció como su esposa y su hermana en Treblinka. No, Abraham Bomba apenas habla por el hecho duro como la vida no haber muerto, de que en él no funcionó bien aquella lógica de exterminio que regía la vida y la muerte en ese campo (Sarlo 2007). Él debe hablar, debe continuar hablando porque las víctimas perfectas, completas, aquellos en quienes sí operó ese sistema de matanza no tienen ya voz, no pueden ya narrar, y deben confiar en que ese que siguió vivo. Sólo por ese hecho contundente. No es por delegación que él toma entonces esa primera palabra del singular, de la máxima singularidad, sino por el hecho bruto e innegable de ser una huella viviente de aquella ruina.

Bomba acarrea en su cuerpo el poder de hablar de su persistencia, ese es el  testimonio que Shoah busca empecinadamente documentar. Basta pensar en la diferencia que tendría para nosotros, los que vemos esta obra inmensa, si no fuera Abraham Bomba quien habla, calla, sufre y continua hablando, sino el director, el que narrase en una suerte de primera persona vicaria aquello que le contó el antiguo peluquero de Treblinka. También acarrea aquel cuerpo todas las huellas físicas, su contacto cotidiano, enloquecedor con la muerte planeada tan racionalmente que  contemplar ese funcionamiento llevaba a enloquecer, a literalmente no saber qué decir ante ese desfile incesante de víctimas.

 

IV. Y se hizo el silencio: la irrupción inevitable y auspiciada de lo indicial

 

Voy a narrar en esta sección con cierto detalle la llegada fílmica del punctum en el episodio protagonizado por Bomba, su eclosión o pinchazo, la haecceidad en estado de desnudez puro, eso que nos lastima en una representación sin que exista el designio autoral, la teatralidad inevitable que acompaña todo escenario. Recordemos que esta puesta en escena busca albergar los indicios pasados mediante la mímesis indicial presente. Tres veces Bomba usa la deixis locativa, “mi pueblo natal” (my home town), sólo la primera la acompaña el nombre propio, el topónimo polaco “Czestochowa”, para designar los rostros familiares que él reconocía en la multitud de condenados que llegaba a diario a Treblinka.  Ellos eran la encarnación de aquel lugar, de la vida cotidiana, en medio de su ahí y entonces destructivo, donde también él era peluquero pero para la muerte y no para embellecer la vida.

Así sobreviene el quiebre testimonial del episodio, junto con la evocación de esa suerte de espejos indiciales, de personas cuya presencia allí, en la cámara de gas disimulada, reflejaba  algo del ser normal, pasado de Abraham Bomba, de alguien del todo ajeno a la locura asesina y sistemática que lo tenía allí como su engranaje. Con la tercera deixis llega al relato un innombrado amigo, de quien en forma inesperada e inútil comenta: “él era un buen peluquero”.  Es a ese amigo y colega, a ese ser elogiado e innombrado, tan único y singular en la historia como el propio fígaro que la narra en el film, que  le ocurrió lo indecible, el acto inaudito de recibir en sus manos a su esposa y a su hermana, en aquel ámbito maldito para realizar el corte de cabello colectivo que ya no lo fue más. En ese momento del relato, luego del punctum identitario, de la mención aparentemente fútil sobre la habilidad del otro fígaro, compañero y coterráneo, sobreviene la tan demorada visión en primera persona, en el aquí y ahora, para la cual todo el film, y específicamente aquel escenario disimulado parecen haber sido creados. Sólo entonces Bomba se ve a sí mismo en su condición de víctima imperfecta, y se doblega ante el peso mortal de su propio testimonio, tras haber cambiado de roles con la víctima perfecta, completa de su amigo y de toda su familia, asesinados en sucesión, todos ya ajenos a cualquier testimonio posible.

Ésta es la solución que propongo al enigma de una mímesis indicial o ficcionalización presente de un hecho histórico – el aparente desempeño de peluquero de Abraham Bomba en el presente de la filmación – pero que consigue revelar algo precioso e indicial de aquel. El cuerpo de la evidencia es el que habla tanto y calla luego, el que a ojos secos cuenta sin freno y luego cae en la honda zanja del dolor, de la haecceidad auspiciada por ese artefacto estético que es Shoah. La pregunta tan temida que evade el testigo todo lo que puede, la que indaga sobre sus sentimientos, recibe dos respuestas, una corresponde al studium barthesiano, es el tema de esa representación, la denotación esperada. ¿Qué puede responder un sobreviviente de ese infierno sino lo que le responde Bomba a Lanzmann la primera vez: “Sentir un sentimiento sobre eso… Era muy duro sentir algo, porque trabajando ahí día y noche entre gente muerta, entre cuerpos, el sentimiento desaparecía, uno estaba muerto. No tenía ningún sentimiento en absoluto”. Una clave verosímil para sobrevivir, tal vez, entre otros elementos, fuera esta deshumanización temporaria, ese ausentarse de la empatía, de las emociones, ante tanta destrucción que no se puede evitar, tan sólo testimoniarla en silencio. Apenas podía brindar, él nos dice, alguna sonrisa o palmada de aprecio a los que iban a morir y no lo sabían, para que su fin fuese lo más calmo posible.

Pero en seguida sobreviene esa anécdota mínima; en medio de la masacre se trata sólo de dos muertes más, de dos mujeres que entran como tantas otras al vestíbulo de su fin ignorado. La diferencia es que ellas se encuentran, imagino aliviadas, con una cara amiga, con alguien tan próximo, que es difícil no suponer su alegría, aun si la escena sea unheimlich, al decir freudiano, es decir, siniestra, pues están desnudas, y expuestas a muchas miradas. Esta narración tiene el impacto de un golpe en pleno rostro del peluquero. Desaparecida la generalidad de ese crimen colectivo no queda más nadie en el mundo que esas tres personas tan cercanas separadas por un abismo de dolor inminente. Y el daño está hecho, es tan irreparable a su manera pequeña como el genocidio lo es en su magnitud horrorosa. El pasaje del Otro al sí mismo, de aquel peluquero amigo a este otro ex peluquero llamado Abraham Bomba cortando el pelo aquí y ahora como si aún ejerciera su oficio en Shoah y para siempre, ya se produjo. El hilo narrativo se corta. Por primera vez en esa entrevista surge una resistencia. Tras larguísimos segundos que se vuelven minutos, el hasta entonces fígaro locuaz sólo consigue mover con discreta energía pero indudable significado su diestra en dirección  al lugar donde adivinamos está su interlocutor, Lanzmann, para gesticular que ya está, que la entrevista terminó, que él ya no tiene palabras. Luego de ese gesto mínimo pero más poderoso que las breves y musitadas palabras con las que Bomba busca luego detener la insistente demanda del director para que continúe con su relato (“Prosiga Abe. Ud. debe continuar.”), que ahora fue invadido por la emoción tan prolijamente contenida hasta su derrumbe, nada parece restar del torrente de su exhaustiva memoria. 

Cabe mencionar lo último que Bomba había dicho antes de que se introdujese sin sobresalto el relato sobre su semejante, su otro, aquel fígaro competente que debe enfrentarse a lo indecible: “¿Qué les podía uno decir? ¿Que podía uno decir”.[9] La doble pregunta retórica viene a modo de respuesta espontánea a su propia narración de la angustia de sus conocidos que lo interpelaban insistentes: “¿Qué nos va a pasar?” La pregunta de Bomba es tan inútil como cualquier gesto salvador suyo a favor de quienes no podían ser rescatados de ese infierno. Ella inicia la tarea de doblegar su voluntad narrativa,  como el empuje de un río crecido contra el inútil dique que ya no logra contenerlo. Por eso, sin transición alguna, como quien llega a un lugar sin ser invitado, se cuela esa imagen de aquel amigo suyo que trabajaba como peluquero, que “era un buen peluquero en mi pueblo natal”. Casi sin voz, con la mirada perdida, la toalla yendo y viniendo a los ojos para secar unas lágrimas que no vemos pero presentimos, este hombre recibe el impacto de la realidad vivida en el aquí y ahora. Y él se resiste, él pone su cuerpo singular, sufriente como una barrera colocada demasiado tarde, como “el hecho brutal que no puede ser cuestionado” pues “cualquier hecho es en un sentido definitivo, en su obstinación agresiva y realidad individual” (CP 1.405). Más allá del deseo del director o de la voluntad de contención de Bomba, lo que surge en ese encuentro de la peluquería irreal y del dolor verdadero de modo prístino y contundente es la huella del hecho mismo encarnado, ya no más en la evocación verbal, narrada, sino en la haecceidad, que:

no es una concepción, ni es una cualidad peculiar. Es una experiencia. Se la percibe más plenamente en el choque de la reacción entre el ego y el no-ego. Allí radica la doble conciencia de esfuerzo y resistencia. Esto es algo que no puede ser propiamente concebido. Pues concebirlo es generalizarlo; y generalizarlo es perder del todo su aquí-y-ahoridad que es su esencia. (CP 8.266).

 

Contra esa pérdida probable se yergue el film de Lanzmann, esa es su apuesta central: derrotar lo impersonal de esa historia, de cualquier relato histórico, para permitir en cambio que surja la singularidad del hecho real, de esa “ciega insistencia por la cual la naturaleza empuja y abre su camino hasta ocupar un lugar en el mundo” (Ms. 100.02). Por eso la escenografía montada y callada por Lanzmann en Shoah no vuelve ilegítima la revelación que presenciamos en ella. Muy por el contrario, ese modesto espejo de otro tiempo y otro ser sirve para que el sujeto herido se recomponga y pueda dejar aflorar las huellas que sus palabras mantenían a raya. Él no estaba muerto, a pesar de su insistente negativa, él estaba y siguió estando vivo, sintiendo toda esa muerte, todo ese dolor, que lo tuvo como testigo.

 

V. Conclusión: íconos e índices para mirar cara a cara la realidad en Shoah.

¿Qué implica hacer uso de la mímesis indicial en la búsqueda artística de una realidad insoportable, de una verdad que tanto se quiso borrar de la faz de la tierra? ¿Cuál es el costo de engarzar el cuerpo del delito imperfecto, del que sobrevivió tanta muerte, en un decorado verosímil y laboral, en un rincón de una peluquería alquilada, en un espacio ficticio que alberga un ser real y su terrible experiencia? Esa es la pregunta que me hice al inicio de esta reflexión sobre la presentación inusual de testimonios verdaderos y escenas fabricadas, una de ellas de modo explícito, la otra subrepticio. No cabe hablar, creo, de engaño, de superchería, sino de una fina trama semiótica creada para propiciar el choque de dos tiempos, de dos cuerpos, de dos seres: el que estuvo ahí en aquel infierno inaudito, y el que está aquí en este ámbito textual que es el film, que es el encuentro cuerpo a cuerpo con ese entrevistador, y a través suyo, con el de los innumerables espectadores que así ingresan a la escena de la revelación testimonial. Si es fabricado el rincón en la peluquería de Israel en el presente documental, no lo es el signo indicial que surge ahí, la reacción que acontece en espacio fuera del tiempo que es un film, una obra de arte para ser vista y oída, y que sucede cada vez que se la mira, que se la atiende con fervor.  El dispositivo que he dado en llamar ‘mímesis indicial’ puede pensarse como un atrapa-huellas a base de imágenes, un medio de revelar la realidad en tanto lo que es aquí y ahora, lo individual, singular intransferible, que ningún relato o memoria puede emular.

Voy a formularme una última pregunta: ¿De qué es un indicio ese silencio tan pesado como la muerte que parece invadir la enérgica y locuaz figura del único peluquero que sobrevivió el campo de exterminio de Treblinka? Él y los demás re-aparecidos son los que soportan, en el sentido más físico posible, los signos de lo indecible, de la muerte que los marcó para siempre, y que sus palabras tratan en vano de entender lo que huye de la comprensión. Sin esos cuerpos presentes y hablantes, se ausentaría la haecceidad del documental Shoah, el hecho rotundo, ese que empuja imparable todo hasta ocupar un lugar en la tierra y llenar el vacío de tanta ausencia, de tantos desaparecidos que sólo pueden ser nombrados, contados como víctimas del genocidio nazi. Abraham Bomba, a pesar suyo, es y no es un signo de todos los otros, de los que murieron. Él habla por sí, pero fatalmente habla de ellos cuando habla de sí mismo.

Lo indicial en que consiste el don de Shoah, documental sin otro documento que la humana memoria encarnada de los pocos que sobrevivieron el universo concentracionario no está tanto o principalmente en lo que dice, a pesar de la importancia de esas palabras. Bomba habla para sacarle el cuerpo al dolor, no deja de contar cada minucia ignominiosa del trabajo en la brigada especial para, curiosamente, ponerla atrás, impersonalizarla como si le hubiera ocurrido a otro: “Uno estaba muerto, no sentía nada”, él le dice con convicción a Lanzmann, para responder sin hacerlo a la pregunta insistente de aquel sobre cuáles eran sus sentimientos en aquel entonces. Y llega el momento, en esa peluquería que no es la suya, que nunca lo fue, el lugar que inventa la mímesis indicial, en que no puede ya detener más la reacción ante el hecho de haber estado allí, de haberlo sufrido en su carne. A pesar de ese discurso tan compacto, y de algún modo opaco, el hecho puro irrumpe, lo doblega, puede más que su férrea voluntad de guiar al otro en un recorrido verbal ordenado por aquel infierno.  Lo distintivo de Shoah radica en esa contigüidad existencial, física, innegable entre el cuerpo presente y lo que de él surge, sus dichos y sus gestos, su silencio. Se manifiesta con toda la violencia del hecho de la cual es signo indicial, la huella corporal, el impacto feroz de ese atentado masivo contra la vida que fue el plan nazi de exterminio de los judíos.

La visión del cuerpo conmovido es un monumento contra el riesgo de la banalización, contra el desgaste inevitable de lo simbólico, es decir, el precio que tiene todo signo convencional que sufre usura, que va y viene en miles de bocas y contextos hasta ir desdibujándose, y convertirse en una mera frase. El golpe ciego, imparable de la haecceidad, de lo que está aquí y ahora frente a nosotros no puede correr esa suerte. Esa fuerza de lo real que existe para empujar y desplazar otra cosa y manifestarse sin pedir permiso en la vida, en medio del discurso hasta interrumpirlo, hasta que resuena su impacto seco como una bofetada en pleno rostro, así es el don de Shoah, la posibilidad de estar situados tan cerca de eso que pasa en el ahí y ahora de ver el film, de compartir una experiencia indecible.

 

Referencias

 

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[1] Su título es uno de los varias interrogantes que más que responder suscita esta obra. Sin el artículo no puede ser “el Holocausto”, como señala Felman (1991:45), y puede traducirse como “catástrofe”. La respuesta no es obvia, si tomamos en cuenta que ambas ocurrencias están tratadas en el film.

[2] El episodio de Abraham Bomba, peluquero de Treblinka, es uno de los que más polémica suscitó, en base a algunos detalles físicos en su evocación discutidos por algunas voces revisionistas.  Un ejemplo notorio es el de Smith (1986)

[3] Una primera versión de este trabajo fue leída en la Mesa Temática “Construcción Semiótica de la Historia” organizada por Juan Magariños de Morentin, en el 10º Congreso Mundial de Semiótica de la IASS, A Coruña, setiembre 2009.  Dejo aquí constancia de mi agradecimiento al estimado colega y amigo por su invitación y mi reconocimiento por su inagotable energía de todas las horas para avanzar en los conocimientos del signo.

[4] El trabajo de DiLeo (1991) sobre la influencia escotista en las categorías peirceanas, y en particular el uso de la noción de haecceitas ha sido fundamental para mi trabajo. Ver también el texto de Fumagalli (1996).

[5] Voy a citar a Peirce según la forma convencional: x.xxx, párrafo y volumen  de la edición de los Collected Papers. La notación Ms. xx.x  remite a la obra manuscrita que sigue la numeración Robin (1967).

[6] Una fuente útil pero no del todo confiable como Wikipedia (versión en español) nos informa en la entrada correspondiente a “Shoah (película) que “Abraham Bomba, barbero de profesión) (y entrevistado mientras trabaja en su barbería de Israel)”.

[7] Con la excepción de una lectura de mejoras tecnológicas del camión-cámara de gas, en uno de los episodios. Por supuesto, también debe mencionarse la aparición recurrente del historiador Raul Hilberg, especialista en el tema. 

[8] When I was chosen to work there as a barber.”

[9] “What could you tell them? What could you tell?”